Conversando con Arturo Rivera

Visitar la casa de Arturo Rivera es conocer una casa-estudio auténtica. Tal cual la de Diego y Frida construida por Juan O’Gorman. El espacio del pintor parece integrar a la perfección al Arturo que pinta con el Arturo que habita. Hay distintivos de su ser artístico y personal por doquier; en concreto cráneos silenciosos que armonizan con los tonos ocres de su sala. En las paredes cuelgan diversas de sus creaciones y por qué no de artistas de varias épocas. La luz es sutil y se acomoda entre los escalones, el piso oscuro y las aristas de los muros, eso es más que suficiente para apreciar la estética del sitio. El propósito de verlo consistía en platicar sobre el futuro de la Secretaría de Cultura tras el fallecimiento de Rafael Tovar y de Teresa, sin embargo, la plática desembocó en historia y teoría del arte, entre otras cosas.
Comencé a preguntarle acerca de la historia del abstraccionismo en México y destacó el papel de Fernando García Ponce, entre otros de su generación, y también a exponentes más contemporáneos como Gabriel Macotela. Me comentó que durante la Ruptura no hubo una discrepancia entre lo abstracto y lo figurativo y que él siendo muy joven pudo apreciar la convivencia de ambos estilos identificándose más con la figuración. En aquél entonces José Luis Cuevas, Francisco Corzas y Leonel Góngora despertaron gran asombro en él. Con todo, siempre se inclinó hacia el realismo. “Yo soy un referente del realismo en la pintura mexicana", puesto que muchos jóvenes creadores siguen su labor de cerca.
A manera de acotación, salió a relucir el trabajo de Antoni Tapies quién, a consideración de Arturo, manejaba una indeterminación espacial, puesto que usaba ingredientes físicos como objetos y arenas para jugar con el espacio, la materia y la textura. El pintor catalán demostró cómo la imagen puede convertirse en un proceso abierto y cómo el espacio transmuta en un ámbito dinámico de interacciones heterogéneas. El uso de artefactos comunes como sillas o cuerdas fuera de su contexto natural contrastan y complementan su visión de pintura matérica. Para Rivera, Tapies no se clasifica ni como un realista ni como un abstracto. En tal caso es un autor que desacralizó y puso en duda todas las posibilidades de la superficie pictórica o el muro.
Charlamos largo rato, cada vez con mayor fluidez de mi parte. Subimos a su taller con la agilidad de dos treintañeros y comprendí que estaba en un recinto destinado, por entero, a la pintura, a crear y probar con los colores y materiales. Arturo es auténtico. Es arriesgado. Es un hombre que sigue viviendo la intensidad de las pasiones, pese al paso del tiempo. Sus obras me transmiten la sensibilidad ante la crudeza y el desencanto de la vida. Veo muchas confesiones íntimas, dolores y carencias emocionales en sus autorretratos. Lo cuestioné en relación a sus influencias pictóricas y recalcó su admiración por las escuelas alemanas y flamencas de pintura y por el realismo alemán.
Asimismo, la claridad de los temas que trabaja Arturo es evidente. Hay un influjo renacentista en su forma de contar las historias dentro del cuadro y en las proporciones de los personajes y los elementos. Con raciocinio, precisión científica y objetividad el artista nos muestra su propia realidad mental y lo que imagina. Es un estudioso de la luz y de los efectos ópticos con la luz artificial y en la oscuridad, no en balde tiene un tratado completo de la cámara oscura o máquina de pintar al igual que un peculiar cuarto, situado arriba de su estudio, que bien puede aislarse de cualquier luminosidad del exterior por medio de paneles en las ventanas y una puerta corrediza. Me señaló que ese lugar era ideal para la lectura por su absoluta tranquilidad luminosa y sonora.
Desde mi punto de vista, la pintura de Arturo alude a lo siniestro, unheimlich, mejor dicho. Existe un dejo de angustia y de sensaciones remotas de espanto, como diría Freud, en sus personajes y escenarios que al mismo tiempo me embelesan. El psicoanalista en 1919 sostenía que algunas cosas que considerábamos familiares pueden tornarse siniestras. Las obras de Rivera niegan la intimidad, la confortabilidad y lo secreto, pues manifiestan lo que debería de permanecer escondido. Ese no querer ocultar la realidad, en su definición más cruda, ha motivado la pasión creativa del pintor por reproducir toda clase de entes dignos de ocultación que me aterran de incertidumbre al momento de mostrarse tal cómo son.
En su realismo, Arturo es perspicaz. Percibe con suma astucia detalles que nos incomodan y esclarecen lo terrible bajo una representación perfecta y rigurosa. Éstos podrían hallarse en la vida real. Sería posible vivenciar el dolor infinito de la carne, los músculos, los órganos y demás tejidos. Sería verosímil ver a un ser con los gestos y las muecas de Rivera. Sería plausible mirar de cerca la locura y la pérdida de la razón lógica. Lo suyo es lo ominoso vivificado en donde no se sabe qué es ficticio y qué es real. Regresando a Freud, lo siniestro es un retorno involuntario hacia algo, que en este caso se teme. El creador nos lleva a un mundo en el que lo abominable cobra vida de modo bello.
Llegó la hora de la comida y me convidó de su mesa junto con su asistente Mabel y un interesante restaurador y pintor, Jorge Vallejo. La conversación se tornó más cálida, ya que el usted se sustituyó por el . Arturo es un experimentador en la pintura y posee varias inquietudes por descubrir nuevas técnicas y medios, los cuales consultó con Jorge. Él nos relató de las bondades de la vejiga de cordero para dar un acabado especial a la pieza. Me sorprendió cuánto sabe de historia de México, por cierto. Fue una tarde digna de recordar… atiné en los gustos de Arturo sobre José Manuel Schmill y Francisco Goitia, así como sus respectivas escenas monstruosas y mortuorias. Me provocó varias sonrisas sinceras cuando nos contó, tan natural, cómo vive y goza la sexualidad a sus más de 70 años.
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Adriana Cantoral
Autorretrato