Virginia Chévez. Texto de Avelina Lésper.

Por Avelina Lésper.
Antes de que la poesía existiera, la Naturaleza cantaba poesía, antes de que los colores se nombraran, la Naturaleza creaba colores, el espíritu humano los vio, los sintió y los hizo suyos, entonces fuimos capaces de ser poetas, de reproducir los colores. Nuestras primeras reliquias, las brújulas de la existencia eran piedras, guijarros, cuencos con agua, altares dentro de un bosque, la visión estaba en la lejanía del risco. El origen nos persigue, lo llevamos dentro y emerge cuando lo escuchamos, entonces nos acercamos al misterio de lo que somos.
El lienzo habitado y manchado de poesía de Virginia Chévez palpita con la voz del interior, con esa que nos posee. La luz interna no es visible, en el silencio está su presencia, en lo más profundo de nuestro ser se depositan el mar y la tierra, el cielo y la savia de las plantas, las miradas de los animales, el paso del viento, Virginia persigue esa voz, en su colores rasgados, en su paleta orgánica y cuidadosa, en el meticuloso proceso, por eso ella ritualiza su pintura, es la ceremonia de la comunión, ella se une al color, a la textura, se funde, se entrega.
Azul Tierra es Azul Vida porque vemos el alma de Virginia, la que da sentido a su silenciosa cotidianeidad, sin metas, sin límites, es pintar por vivir, pintar por orar, pintar por ser. Los lienzos de Virginia hay que tocarlos, como se toca una piedra, como nos tocamos el pecho cuando respiramos, hay que escucharlos, y sumarlos a nuestra memoria, al regreso. Decenas de capas de pigmentos, procesos largos y lentos, en una reverberación continua, que dejan salir las temperaturas, los años del color. El paisaje a veces es de volcánico, otras es el imperceptible paso del agua por las entrañas, el cuerpo esta fundido al mar y a la cueva. El equilibrio es un instante en que el silencio es todo, en el que la paz nos aísla, en el que recuperamos lo que vamos dejando, en el que somos otra vez ese guijarro, eso está ahí en la simétrica construcción de cada fragmento de las pinturas de Virginia. La abstracción de un orden en los pasos que recorren un camino, que lo viven, cada espacio está habitado por su tiempo, por el tacto, por la meditación.
Virginia inicia su obra perdida para estar en ella, para hacer de ese lienzo un refugio, entonces le da forma del viento que lo limpia, a la tierra que lo sostiene, al agua que lo vivifica, y ella en el centro pinta, pinta. Los colores sienten, por eso nosotros los vivimos y podemos descansar o llorar sobre ellos, la Naturaleza sabe que nuestros sentidos la necesitan, que tenemos que percibir su temperatura y sus ímpetus, las sensaciones que nos otorga son conocimiento, es la gran maestra, la guía. Obedecerla es sentirla, Virginia siente el color, hizo del azul un todo que cubre la tierra. Las tonalidades que la tierra nos da infinitas se aman con las del azul, la entrega de buscarlas y plasmarlas comprometen el trabajo de Virginia en una interminable meditación, un mantra que se canta hasta hacerlo la verdadera vida. Las pinturas de Azul Tierra, con su secreta armonía invocan esos primeros altares que unían el rito con la vida, que eternos atraían al silencio. Pintar el limbo de las hojas, el delicado orden del movimiento del agua, la vastedad inmensa en la que habitamos para entender que la llevamos dentro. Es la abstracción de esa esencia la que Virginia evoca, investiga y concatena en toda su obra, es un lienzo que trabaja construyendo mística.
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