Ana Mena

El animal en su naturaleza expresiva, ya sea en mirada de lobo mexicano, en pelaje de jaguar, en vuelo de mariposa monarca, en aleteo de águila real, en nado de vaquita marina, en andar de tortuga golfina o, en cualquiera de sus manifestaciones, está presente en la obra de Ana Mena. De tal modo, en sus representaciones de vida salvaje apreciamos diversas sensibilidades que distinguen a dichos seres. Sin duda, desde un chimpancé, un león, un caballo, hasta un gallo son pintados por la artista con plena consciencia de su animalidad y, por lo tanto, de sus instintos silvestres más puros, aunque también de su vulnerable papel en la dinámica contemporánea de extinción de especies.

Por otro lado, llama la atención cómo sus trazos siguen a los de Siqueiros, abriéndose paso entre la blancura del soporte, no obstante, crean una personalidad propia en el dibujo y, de esa forma, componen una suerte de complejos vitrales que enmarcan a sus fascinantes protagonistas. Asimismo, su espátula dirige coloridos vendajes de pintura, tal cual densas acuarelas, que engalanan al reino animal. No se digan las texturas del papel amate que se revitalizan con los rostros de la fauna en distintas posiciones. Si bien, en ocasiones sus creaturas son tremendamente realistas, emergentes de un fondo de tierra, mientras que otras veces vibran espectacularmente con los barridos de colores y gestualidades expresionistas.

Por su parte, es tal el impacto visual de la ciudad, con sus vialidades tajantes y prominentes edificios, que necesita abstraerlo en sus lienzos y, de esa manera, estudiarlo con detenimiento. En ese acto pensativo, la autora recorre sus calles y construcciones con líneas contundentes que se hunden en la obra hasta perderse. De igual forma, la dureza del asfalto que estruja el subsuelo virgen, el peso de las edificaciones, lo gestual de sus cuadraturas, lo filoso de sus esquinas, lo impreciso de las banquetas, lo inabarcable de las avenidas, las interpretaciones cartográficas, las encrucijadas de caminos y lo que se esconde en las azoteas hacen de la urbe un inmenso monumento en sus telas.

En definitiva, la creadora percibe la profundidad de los cimientos, el caos de los asentamientos humanos, el amontonamiento de las casas, los contrastes sociales, así como el desgaste y la saturación citadinos. Es una observadora de la polis; de sus formas estéticas, del transeúnte disuelto en el cemento, del habitante recluido en sus cuatro paredes, de la invasión de su espacio vital, del ruido vial, del caminante anónimo, de los entramados de pavimentos, de la marea de muros, pisos y ventanas, del paisaje caótico en escala de grises y de la opresión urbana. Cabe destacar que la maestría de sus luces, sombras, deconstrucciones, proyecciones arquitectónicas, a la vez que una paleta sobria, logran describir en sus cuadros la bella cara de la ciudad.

Adriana Cantoral