Lucía Hernández Bribiesca

La obra de Lucía Hernández Bribiesca rompe la línea de manera neoimpresionista, pues por medio de gruesos y diminutos trazos va llenando de relieves y texturas el lienzo. De tal modo, la espátula es una suerte de mano ágil, fría y afilada que logra penetrar, una y otra vez, en los adentros de la pintura para después propagarse sobre la tela. Ese proceso creativo se ha convertido en un ritual sensorial de color y experimentación para la pintora, ejemplo de ello son sus flores marcadas con el libre albedrío cromático del acero puntiagudo, no se diga de los espesores dinámicos que las componen. Lo mismo con sus cuadros de estaciones en los que su cuchilla hace volar vivaces tonalidades o cuando trabaja la mancha móvil y enérgica en dorados, naranjas, rosas, rojos, verdes, amarillos, morados y azules.
Por lo tanto, Lucía utiliza la pequeña espada colorida como herramienta para desmenuzar cada uno de los tonos encima del soporte en blanco. La velocidad de su brazo puede ser tajante y vigorosa cuando tiende al expresionismo, o bien pasiva y meditativa cuando se asemeja al puntillismo. De cualquier forma, el volumen y la densidad de lo pintado es siempre sobresaliente y matérico en sus piezas, al igual que las abstracciones. Estas expresan los movimientos tanto caóticos y desordenados como rítmicos y armónicos. Cabe destacar que el predominio del blanco permite que se arrastren, combinen y agreguen otros colores en la obra. Lo mismo con el vaivén del trazado en el que salen a relucir dejos de emociones, sentimientos y pensamientos. Sin duda, su arte es sumamente personal, confidencial y apasionado.
Paisajes, lluvias, mares y campos inexactos, imperfectos, asimétricos e iluminados abundan en sus creaciones. Esos rasgos e improntas que parecen errados, errantes, equívocos o no lineales, en realidad, otorgan a la composición una belleza impactante al observarlos en conjunto. Nuevamente, la soltura de la espátula, la libertad con la que se desplaza, brinda un hermoso carácter desaliñado a las obras. Llama la atención que esos efectos alocados y arrebatados poco a poco, en el transcurrir de las telas, se van haciendo prolijos y cuidadosos simulando mosaicos vivos que timbran y alumbran la pupila del espectador. Tal es el caso de sus incontables capas y repasos de óleo en donde más que pintura unta materia que se siente, se palpa y se respira.
Definitivamente, la aguda superficie de metal se desenfrena y agita en medio de estilos impresionistas y expresionistas. Asimismo, la magnífica saturación colorística es la pauta que impulsa sus grandiosas creaciones tonales. Sin más, el sello propio, el manchado y las gamas de la artista, que van y vienen entre lo geométrico y lo orgánico, cautivan e impresionan a primera vista.
Adriana Cantoral