Miguel Ángel Tapia Ortíz

La hiperrealidad es para Miguel Tapia una cuestión de enfoque, es decir, literalmente enmienda el error de captura de una cámara fotográfica o la miopía característica de la misma. Y ello se debe a que ni el mejor lente, ni objetivo, ni diafragma, ni obturador consiguen una toma de la realidad tan fiel como la del ojo en pos de la pintura. Por lo tanto, el pintor parte de una serie de fotografías para crear su obra y, de tal modo, va reinterpretando la realidad captada por el aparato sin despegarse de lo real. Así se percibe lo hiperreal en sus cuadros, cabe destacar que no se trata de una competencia con la fidelidad visual de la tecnología o una corrección permanente a ésta, más bien, es una alternativa técnica de selección de los mejores puntos focales para obtener como resultado piezas de arte.
Ahora bien, es innegable que la fotografía digital es capaz de acceder a detalles imperceptibles para la vista humana, tales como infinitas posibilidades de definición o nitidez y acercamiento o alejamiento de lo retratado, al igual que deformaciones panorámicas. Por eso, consciente de ello, el artista retoma las bondades de la tecnología auspiciadas con su talento, sensibilidad e inventiva. Él juega con la realidad mirada desde un par de pupilas y con la que es atrapada por un artefacto, ninguna es superior a la otra, ambas pueden fusionarse en una sola visión, plasmada con óleos y pinceles, repleta de significados poco evidentes y símbolos pendientes por descifrar.
Entonces, la imagen es para nuestro autor aquella entidad visible que está poseída de formas y elementos que, a su vez, despiertan sensaciones de voluptuosidad y sublimación. Asimismo, la sensualidad de sus figuras está latente en cada una de sus telas; desde la mujer que yace en la cama boca arriba, descubierta y con la mirada fija hacia el espectador, pasando por la que enseña con feminidad sus atributos físicos, hasta los utensilios de cocina y frutas ácidas que se sumergen en erotismo. Ciertamente, lo erótico y lo provocativo reinan en sus composiciones, ya sea de manera explícita o implícita. Acorde a ello, su pincelada se distingue por ser muy suave y al ras del lienzo, para que el observador sea seducido, trazo a trazo, por la fuerte carga de contenido sensual.
La paleta es para el creador una combinación de tonos oscuros, (sin llegar jamás al negro absoluto) sucios y quemados con blancos eléctricos y estridentes, sin dejar de lado los ocres, los grises y los tierras. Con todo, sus colores se desenvuelven en una atmósfera apacible y tenue en la que, aunque existan contrastes, retoman la levedad de su cromatismo. Sin duda, su gama colorística esconde, pero revela sus más íntimas inquietudes, miedos y temores, así como pasiones, deseos y fantasías más profundos. Los objetos que pinta son pretextos para abordar sus profusos y perturbadores discursos. Apenas es perceptible el caos que pinta adherido a una hermosa muchacha desnuda o el leve sentimiento de lo siniestro en algo tan simple como un tenedor.
Adriana Cantoral